Me llamo José Ezequiel Caballero Aburto, pero me dicen “El Flaco”, desde niño vivo en Ixtapalacra. Trabajo como Gerente en el Bar Victoria, ubicado en la calle de López, desde hace varios años. Como “chou” en las tardes teníamos a una jarocha que cantaba como los benditos ángeles. No sé si fueron sus perjúmenes o la manera de contonear la cadera lo que me embrujaron, pero se me caía la baba solo al verla. Con mucha súplica, poco a poco fui ganando terreno, hasta que ella me dio el sí y nos casamos por las dos leyes. Ella tenía unos cuates de su primer amor, a los cuales yo les di mi apellido; se llamaban Pedro y Pablo.
Muy peinaditos los domingos, asistíamos a la Iglesia de Jesucristo Salvador. Yo andaba de presumido con mi nueva familia, luciéndome con un chamaco a cada lado. Después pasábamos a dejarles despensa a mis primas que vivían al lado, en Artículo 123 y López. Ellas habían caído en desgracia; el esposo de una se había llevado todos sus ahorros que tenía debajo del colchón y a las pobres solo les quedaba vivir de la caridad.
Pedro y Pablo asistían a la primaria “Carlos María Bustamante” y a cada rato llamaban a mi chaparrita porque Pedro era un soñador… vivía en otro mundo. Él era fanático del “Peter Pan”, por lo que en la escuela lo apodaron “Pedro Birote”. Traía en su mochila disque sus polvos de duende. A su mejor amiga Yeni, la llamaba Wendy. Se salían de clases para jugar en el país del Nunca Jamás, el cual era un terreno baldío atrás de la primaria.
Pasaron los años y con muchos esfuerzos, a base de chanclazos, de la primaria se graduó. Llegó la adolescencia y su problema se agravó, de la secundaria me lo corrieron. Los expertos nos dijeron que tenia el síndrome de “Peter Pan”; él no quería crecer. Ya sé que no era de mi sangre, pero lo quería, mi responsabilidad era sacarlo adelante.
Le expliqué a mi jefe el problema y lo aceptó de achichincle. Mis compañeros, entre burlas y carcajadas, lo mandaban a hacer el mandado, le gritaban frases como: “Aquí esta tu Campanita”. Otra era: “Si quieres volar, un polvo te tienes que echar”. Hasta Andy, el bravucón, con el que me retaba a cada rato a golpes, le empezó a tomar cariño. Era la mascota oficial del bar. Le enseñaron a jugar al cubilete y resultó que tenía buen dado el condenado. Su contrincante principal era un cliente dueño del Hotel “Salvador”, un fanático de los dados: él con su guiski en mano y Pedro con su sidral haciendo las veces de guiskis, se disputaban por horas la victoria.
Fue una tarde lluviosa cuando Simeón García entró en el bar, con sus bigotes largos, sus botas de cocodrilo y sus bolsillos abultados. Para acabarla de espantar, como ramillete traía a una serie de bravucones. De reojo vi la mirada aterrada de Pedro. Todos nos achicamos cuando lo vimos pasar, se nos enchinaba la piel nada más de verlo. Su manera de pedir era demandante, grosera. El valiente de Andy era el único que se le acercaba, ya que el fajo de billetes que sacaba era muy tentador y las propinas muy gratificantes.
Pobre de mi Birote, yo no sabía que pasaba por esa mente, pero si a nosotros nos daba miedo, a él seguramente le provocaba terror. En su imaginación, el bigotón era el Capitán Garfio y los matones eran los piratas que lo acompañaban.
Poco a poco nos fuimos enterando de la vida del tal Simeón: era un narcotraficante de la Bondojito y tenía un billar-prostíbulo en la Dieciséis de Septiembre, entre Bolívar y Uruguay.
Con sus tentáculos, poco a poco, hizo del bar sus oficinas. Cada día aparecían sicarios nuevos. Nuestra clientela de años se fue desapareciendo. Mi jefe no sabía qué hacer con su negocio… entre el miedo que les tenía y las amenazas que le fueron haciendo, estaba desesperado.
Un jueves nos llegó el pitazo que en la Lagunilla los carteles se estaban disputando la plaza a balazos. La tragedia se fue acercando poco a poco, sin chistar el bar se llenó de asesinos. Simeón y su banda se hicieron de palabras contra los de la Lagunilla, empezaron los golpes y antes de que vinieran los balazos, de la nada salió Pedro, vestido de Peter Pan, con su espada de madera y listo para defender a sus amigos de los piratas-matones.
Los narcos, ante la ridiculez, no chistaron dos veces: le contestaron con cinco balazos, pero solo uno era de muerte. Ante tal tragedia el bar cerró, sus amigos y familiares, entre llantos, lo acompañaron a su funeral. Lo enterraron en el Panteón Civil de Dolores. Para mostrar su solidaridad, hicieron coperacha para su lápida. En ella ponía: “Pedro Birote yace en el país del Nunca Jamás”.
Texto e ilustración hecho por Natalia Gleason Alcántara. Escríbeme y envía tus comentarios a natsart68@gmail.com o twitter: natsart68
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