No me puedo mover, estoy apretada, algo detiene mi cuerpo, entro en pánico y
viene un recuerdo de mi infancia, donde oigo gritos de mi mamá, golpes
más golpes, llanto, susurros que van bajando su volumen hasta que
desaparecen.
Me llamo Nora, soy de La Misión, cercas de Ciudad Victoria, Tamaulipas.
Donde vivo la sierra es muy árida, no se da la cosecha. Cuando le pega la gana llover solo lo hace con unas pinches briznitas, tenemos un pozo a un kilómetro, el agua la acarreamos todos los días con cubetas, no podemos olvidarnos de los callos, el hambre y la sed.
Con tanta carencia, mi padre se dedicó a sanar sus penas con alcohol del noventa y seis; confundía los días con las noches, a mi madre con mis hermanas, hasta que un mal día llegó mi destino y me hizo suya.
Los abusos, entre golpes y violaciones, acabaron conmigo. Mi madre, en lugar de defenderme, me corrió de la casa por sus malditos celos… no fuera que a ella la desechara primero.
Con lo que traía puesto, llegue a Ciudad Victoria. Por fortuna yo era una prieta bonita, tenía diecisiete años. A los tres días conseguí trabajo en el turno de la noche en una fábrica, limpiando las mierdas de los escusados. No me importo ni tantito, eso me sabía a pura gloria; mierda era lo que yo traía adentro.
Cuando recibí mi semana por primera vez, sentí el poder de ser libre, de ser independiente. Mis quinientos pesos me sirvieron para pagar un cuartito compartido por otras cinco mujeres que iban en tránsito. Ellas se iban a cruzar la frontera con un pollero. Así pasaron las semanas, los meses. De pasito en pasito empecé ahorrar un poquito, trabajaba de noche y dormía de día, platicaba con dos, tres mujeres del trabajo y con el gerente que gracias a Dios tenía otras preferencias sexuales y por lo tanto yo no estaba en su camino.
A las cuatro de la mañana acababa mi turno. Esperábamos el camión a que llegara a esa zona inhóspita de la cuidad. Todas pegaditas por el frío que arreciaba a esas altas horas de la noche, intercambiábamos algunas frases antes de subirnos al camión. Ya adentro, el sueño nos vencía hasta que llegábamos a nuestros hogares.
Llego el verano, el calor subió a cuarenta y dos grados centígrados. Decían que
podíamos cocer un huevo en la acera. Con mis ahorros, me compré un ventilador… era el primer lujo que me daba después de seis meses de trabajo arduo. Junto a él ponía una palangana para que hiciera las veces de un aire acondicionado. Empecé a ser feliz, a sentirme segura. Canturreaba los corridos de moda y bailoteaba yo sola viéndome al espejo, bailando desenfrenadamente sin que nadie lo notara.
Un mal día del verano llegó. Dirían todos que era un día común y corriente, me levanté mas temprano de lo que acostumbraba, el calor me sofocada, me comí un arroz con dos huevos estrellados montados encima. Lo que más me gustaba del día era ese regaderazo helado que devolvía mi cabeza a mi cuerpo. Me puse mi uniforme de trabajo, lista para enfrentar la jornada. A las siete y media ya estaba en la parada del camión, llegué puntual a la fábrica, chequé mi tarjeta y limpié, como todos los días, los siete baños que tenía de tarea. Ese día no vi a mis tres compañeras de trabajo con las que había entablado una amistad. Terminé mi turno de trabajo y salí a las cuatro de la mañana a esperar que el camión pasara, pero ese día no llegó. Finalmente, decidí caminar, era luna llena y había mucha luz en el camino.
En el sendero una troca se me acercó y un hombre me ofreció llevarme a la siguiente parada; era mi sueño desde niña. Confiada, me subí. Los kilómetros empezaron a alejarme de la ciudad, le supliqué que me bajara, pero el no me hizo caso, grité, lo arañe, lo golpee, pero el coche siguió avanzando y entonces volví a recordar toda esa infancia de abuso. Me hice bolita y empecé a vomitar, hasta que él por fin se detuvo, con fiereza me ensarto un golpe seco en la panza, otro en la quijada, poco a poco fue llenando mi cuerpo de moretones… perdí la conciencia.
No sé dónde me encuentro, el olor a moho impregna mis narices, me sofoca,
no entiendo por qué esta tan oscuro, tengo los pies y las manos entumecidas,
las estiro y siento que algo me limita. Vuelvo a entrar en pánico, recuerdo los
golpes, no puedo moverme por más que quiero, me lamento, me dice todo y nada este silencio, la idea asalta mi pensamiento ¿que será, que yo esté….
Texto hecho por Natalia Gleason Alcantara, escríbeme y envía tus comentarios a natsart68@gmail.com o twitter: natsart68
Instagram: #nats68art
Blogspot: nataliagleason@blogspot.com