En el cuarto aniversario luctuoso del Premio Nobel de Literatura 1982, que se cumple este 17 de abril, se recuerda el profundo vínculo del escritor con el arte cinematográfico
“Me preguntan de muchas cosas, pero la verdad es que sólo sé un poquito de literatura y un poquito de cine”, afirmaba a finales de los años ochenta Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo, 1927 – Ciudad de México, 17 de abril, 2014), quien siempre subrayó su cercana conexión con la cinematografía para plasmar su visión, ya fuera en libros o en guiones de cine.
El amor que García Márquez tuvo por el cine se hizo evidente desde su niñez y adolescencia, cuando solía acudir con sus padres, y en especial con su abuelo, a las matinés de su pueblo natal.
Poco después, en el internado a donde fue enviado apara realizar sus estudios de secundaria y preparatoria, el futuro escritor que marcaría las letras hispanoamericanas juntaba sus mesadas para escaparse a las funciones de un viejo cine de barrio, donde entraría en contacto con las grandes obras de la cinematografía e incluso escribiría sus impresiones al reverso de sus cuadernos escolares.
Años después, ya instalado en la capital colombiana, se animaría a publicar un espacio de crítica de cine en El Espectador, actividad que combinaba con artículos de “todo lo que había bajo el Sol”, según afirmaba, así como algunas escapadas como corresponsal a las provincias de Colombia para cubrir giras políticas.
Pero más tarde, como reportero del diario, se ganó la antipatía de los censores del régimen del general Gustavo Rojas Pinilla, quienes después de leer varios artículos de Gabriel García Márquez donde con alegorías literarias criticaba las políticas gubernamentales, amenazaron con cerrar El Espectador por orden directa del militar.
Los directivos del periódico decidieron convertirlo en corresponsal y lo comisionaron a cubrir en Italia los pormenores de la sucesión del enfermo Papa Pío XII y se le autoriza una estadía de algunas semanas que a la larga se convirtieron en cuatro años.
García Márquez decidió aprovechar su estadía en Roma para inscribirse en la Escuela de Cine Experimental, en la que dio cauce a esa avalancha de ideas, historias y composiciones visuales que fue generando secretamente durante sus años de cinéfilo en Colombia.
“En realidad uno de mis sueños fue ser director de cine, a eso dedicaba toda mi energía de juventud y al final lo único que estudié, antes que literatura fue cinematografía”, afirmaba el Gabo en una de sus pocas entrevistas concedidas a la prensa.
En México, además de encontrar tierra fértil para escribir algunas de sus novelas más famosas, el periodista y escritor se relacionó también con numerosos cineastas con los que a lo largo de los años realizó colaboraciones como guionista y a veces como adaptador de sus propias historias.
En 1965 debuta con Alberto Isaac en una adaptación del cuento En este pueblo no hay ladrones e incluso en una secuencia es invitado por el director a aparecer como actor junto con otros famosos colegas: Juan Rulfo y Luis Buñuel.
Un año después colabora con el impetuoso joven Arturo Ripstein en dos proyectos Tiempo de morir y Juego peligroso, escribiendo partes esenciales de los guiones. Justo ahí conoce a Luis Arcoriza quien lo invitaría a otro proyecto como guionista: Presagio, estrenada en 1974.
La pasión de Gabriel García Márquez era tal, que no dudaba en ayudar a directores debutantes en sus guiones, colaboró así escribiendo los diálogos de la cinta Patsy mi amor, de Manuel Michel y después La viuda de Montiel, de Miguel Littín.
A finales de los años setenta, inmerso por completo en el mundo del cine y de esa creciente industria que se desarrollaba en México, colaboró como guionista con dos afamados directores: Felipe Cazals, con El año de la peste y con Jaime Humberto Hermosillo con María de mi corazón.
Con la llegada de los años ochenta, nuevos bríos por el cine surgieron en el escritor colombiano, quien vuelve a colaborar con Arturo Ripstein, ahora con el guión de Tiempo de morir; además de participar en Eréndira, de Ruy Guerra y Crónica de una muerte anunciada, de Francesco Rosi.
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Toda esa labor la realizó a la par de uno de sus más ambiciosos proyectos para propagar la escritura de buenos guiones en la creciente industria latinoamericana e iberoamericana.
Con algunos colegas a los que conoció en Roma en el Centro de Cine experimental funda en Cuba, con el apoyo del Comité de Cineastas de América Latina la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, proyecto que se cuenta, se convirtió en su más gran orgullo y también en el de Fidel Castro, quien promocionaba a nivel internacional que la mejor escuela de cine del mundo se encontraba en la isla.
En la escuela, el autor de novelas y relatos que se volverían emblemáticos de las letras en el idioma español se dedicó a impartir talleres de escritura de guión que apostaban por un cine mucho más humano y menos efectista. Por aquellos tiempos un guionista norteamericano llamado Syd Field, publicó varios libros sobre cómo escribir guiones de manera rentable y se convirtió en gurú de muchos cineastas que veían en el cine sólo un producto comercial y no un arte tan elevado como la literatura, algo que a García Márquez le parecía una afrenta al arte que amaba.
En la escuela de San Antonio de los Baños, el Gabo animaba a sus alumnos a escribir un primer borrador con todo el corazón volcado en el papel y en los diálogos o descripciones, evitando el uso de tarjetas, de fórmulas para agradar al público o como decía Syd Field el guionista hollywoodense, “pequeños clímax cada 10 cuartillas”.
Quizá la idea más clara que tenía García Márquez con respecto a la escritura de cine la expresó en uno de sus talleres en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños. “Cada guión es diferente, requiere trabajo, requiere de una atmósfera, una poesía personal. Si uno se ciñe a una formula es como ensamblar autos en una fábrica cambiando sólo el color, eso lo hacen mucho en Hollywood y es algo que no funciona para nuestra sensibilidad latinoamericana que es el futuro”.