¡Me voy a morir!, fue la respuesta en silencio… en un angustiante, furioso y temerario silencio de Fernando del Solar, cuando el 12 de julio de 2012 supo que padecía cáncer. Recibió la noticia minutos antes de la medianoche y tres horas después de ser oficialmente presentado en cadena nacional como el conductor del reality artístico más popular de México, La Academia.
Ciudad de México, 28 de febrero (Masaryk TV).- Su vida, como la conocía hasta ese momento, estable, con un trabajo ininterrumpido y ascendente que lo había llevado a ser una figura estelar —recientemente había firmado un contrato de exclusividad con una de las cadenas televisivas más importantes de México—, y pareja sentimental de una famosa y atractiva conductora con quien recién se había casado y le había dado los mejores regalos de su vida —sus dos pequeños hijos, Luciano y Paolo, entonces de tres años y medio y diez meses, respectivamente—, de golpe cambió y comenzó a transformarse cuando supo que padecía cáncer.
Lloró dos meses, se enojó con todo y con todos, culpó a diestra y siniestra, opuso resistencia, se alejó y se abandonó en una tristeza profunda.
“Te duele vivir, te duele pararte, te duele ver que todos continúan con su vida y saber que el mundo sigue girando estés o no en él.”
Acudió con tres diferentes doctores que le recomendaron tres tratamientos distintos para reducir y eliminar el linfoma de Hodgkin. Se sometió a más de 54 quimioterapias y decenas de tratamientos alternativos; probó todo tipo de recetas, dietas y sugerencias milagrosas, como el veneno de alacrán azul; acudió con santeros y brujos; se practicó limpias y temazcales; conversó con ángeles e incluso llevó a cabo una visita y contacto con la reencarnación de un hada celta. Hizo todo y de todo para curarse, pero los fallidos resultados lo hicieron tocar fondo…
“¿Y si muero?, ¿qué sigue?, ¿me dejo morir o peleo y muero en el intento?”
Fue entonces que la idea del suicidio cruzó por su cabeza, más de una vez, durante la soledad de sus noches.
“Claro que te lo planteas cuando el dolor es insoportable, no puedes caminar, no puedes respirar y sientes que te ahogas. Cuando no quieres comer porque la comida simplemente te cae mal o sabe a cartón, cuando estás estreñido, tienes llagas por todo el cuerpo, cuando llega la noche y tienes fiebre, te zumban los oídos, sudas, sientes escalofríos y no sabes qué tan larga será esa noche… Te preguntas si vale la pena vivir así.”
A finales de diciembre de 2015 Fernando experimentó su mayor temor: la muerte. Tras una cirugía para controlar su tercera y peor crisis médica fue inducido al coma. “No hay nada más que podamos hacer por Fernando, le sugerimos que lo desconecte”, expresó el médico responsable a su madre, quien cinco minutos antes había atendido la visita del guía de su grupo de cábala que le indicó: “A partir de este momento no crea en todo lo que ve, ni crea en todo lo que escuche. Crea en Dios, él tiene la última palabra”.
Entre cinco y siete días fue el plazo que pidió Rosa Lina al hospital para mantener con vida artificial a su hijo, con la confianza absoluta en el poder de Dios y que éste haría posible un milagro. El 31 de diciembre de 2015 Fernando despertó.
Éste es el relato que, a cinco años de su diagnóstico, escuché en voz de Fernando durante dos horas, la tarde lluviosa del 15 de junio de 2016 en la sala del departamento que renta en la Ciudad de México.
Un día antes lo contacté. Un programa de espectáculos en la radio dijo que no sólo continuaba enfermo, sino en fase terminal, condición que —aseguraba la locutora— confirmaba una carta escrita por el doctor que lo atiende y que había sido entregada al juzgado familiar encargado de resolver su proceso de divorcio y definir si procede o no la pensión económica solicitada a su excónyuge.
Preocupada, le pedí una cita a Fernando. Inmediatamente me respondió y acordamos la reunión.
Me sorprendió verlo. Su figura y condición eran muy distintas a lo que ese programa de espectáculos había informado. Físicamente sí estaba delgado y hablaba pausado, en un tono bajito, producto de la traqueostomía practicada seis meses atrás y cuya evidencia aún podía observarse, ligeramente, en su garganta. Pero su actitud era cálida y muy relajada, tanto en sus ropas como en sus palabras, las que comencé a escuchar cada vez más emocionada, al compás de canciones que controlaba desde su iPad. La música cesó cuando me contó cada etapa del proceso que había vivido. A pesar de ser trágico, lo narró tranquilo y con fe. Llamó mucho mi atención la paz que emanaba, pero sobre todo la conciencia que tenía del porqué y para qué el cáncer estaba en su vida.
Fernando pensaba que mi visita obedecía a la propuesta de programas que semanas atrás yo había hecho a TV Azteca, empresa en la que ambos laboramos durante 18 años.
—No, mi visita se trata de un proyecto personal —aclaré.
Entonces conocí que compartíamos un mismo proyecto con distintos objetivos: él quería transmitir un mensaje alentador a través de su proceso de duelo y yo deseaba superar la peor pérdida de mi vida a partir de su experiencia.
—No tenemos tiempo, Fer —le expresé reiteradamente al despedirnos.
Se aproximaba el Día del Padre en México. Fernando me pidió que aguardase hasta que consultara con su tribu, como llama cariñosamente a sus amorosos padres y hermanas, los Cacciamani.
—Fernando no recibe a nadie —me advirtió una persona conocida por ambos—. Vas por buen camino si lograste verlo, pero se lo va a pensar —sentenció.
La espera valió la pena.
Cuatro días después un mensaje por WhatsApp me hizo saber que estaba dispuesto a narrar los aprendizajes de vida a partir de la enfermedad y por esta vía poner fin a las especulaciones mediáticas, que sólo una semana después de nuestro primer encuentro ahora aseguraban que vivía un tórrido romance; que ya había firmado con otra cadena televisiva, e incluso —y mayormente grave— que ya noestaba enfermo; lo que es peor, aparentaba la enfermedad para no trabajar y obtener la pensión de su excónyuge, cuyos detalles jurídicos eran de dominio público gracias a distintas revistas y programas que puntualmente, semana a semana, los ventilaban en sus portadas y emisiones, basados en fuentes anónimas la mayoría de las veces.
Es justamente por lo anterior que Fernando aceptó por primera ocasión compartir su historia. Se trata de un testimonio narrado en primera persona y producto de varias conversaciones con él, su familia, sus amigos, compañeros de trabajo, colaboradores, exparejas (las que aceptaron hacerlo) y doctores. Está dedicado a todos aquellos que lo han favorecido con su cariño, su apoyo, su amistad y amor, pero especialmente a los que hoy enfrentan una de las cinco pérdidas más importantes que sacuden nuestra vida, la someten a un paralizante duelo involuntario que nos confronta realmente con lo que somos, creemos y deseamos, y la impulsan —nos guste o no— a una real transformación.
Se trata de un libro íntimo que cuenta, de la manera más sencilla, honesta y apegada a sus sentimientos, cómo uno de los conductores y figuras públicas más queridas de la pantalla chica mexicana ha enfrentado la pérdida de la salud, la pérdida de su pareja, la pérdida de su trabajo y la pérdida de la fe en tan sólo 24 meses y, a partir de la confirmación de su diagnóstico, cómo esta adversidad lo llevó a aceptar la muerte como reafirmación de la vida, a asumir su enfermedad como el camino liberador para hallar las herramientas espirituales de su proceso de sanación y dejar de victimizarse para aprender a aceptarse, perdonarse y ocuparse en otros, descubriendo con ello el sentido de la existencia humana en una simple pero compleja frase, en un juego de doble sentido: Amar te sana, amarte sana.
Gracias, Fernando, por tu genuino, valioso y amoroso testimonio, pero sobre todo gracias por tu confianza. Tu historia me enseñó a enfrentar mis propios temores y me hizo volver a abrazar la vida.
Gracias, Rosa Lina, Norberto, Maru y Romina, la tribu Cacciamani Servidio, y al abuelito Marcos, por compartir entre risas y lágrimas sus profundos sentimientos sobre Martín (segundo nombre de Fernando), por ayudarnos a conocer al hijo, hermano y nieto que —es necesario decirlo— es tan querido en su familia como entre sus amigos Rodrigo Cachero, Alejandra Prado, Enrique Flores y Sandra Eloísa Gamboa, sus colaboradores Violeta García, doña Pili, doña Delfis y por la industria del entretenimiento.
Gracias a mi madre, Lucía Sánchez; a mi hermosa hija, Camila; a mi hermana, Teresa, y a mis cinco hijos caninos Mía, Bella, Princesa, Osita y Hachi, por su amor y apoyo incondicional; a mi amiga y colaboradora Denys Corona Ramírez por su fe, trabajo, amistad y compañía en cada sesión y, especialmente, gracias a Fernanda Álvarez, editora de Penguin Random House, por la gentileza de escuchar paciente una mañana de junio de 2016 la idea de este proyecto y convertirse en nuestra poderosa aliada en esta aventura que materializó, junto con todo su maravilloso equipo, en un libro creado con y desde el corazón. (Laura Suárez)
«Tuve que tener una experiencia terminal y
quedar literalmente muerto para poder
entender muchas cosas»
FERNANDO DEL SOLAR
Por qué decido hacer esto
Hace tiempo vi una película estadounidense que me marcó mucho: Mi vida. Aunque yo estaba muy chavo, la historia me conmovió.
Su protagonista es Michael Keaton y a su personaje le diagnostican cáncer mientras su esposa, interpretada por Nicole Kidman, espera su primer hijo. Entonces, él comenzó a filmar con una cámara una especie de despedida para su hijo: le enseñaba a rasurarse, a hacer muchas cosas y, básicamente, le dejaba un legado para recordarlo siempre.
Gracias a Dios ya no estoy en ese lugar, no veo a la muerte como algo que me va a suceder de manera inmediata o en poco tiempo. Hoy me veo lleno de vida y me siento fuerte para hacer esto; anteriormente, te lo digo con total sinceridad, no lo hubiera podido hacer porque estaba demasiado enojado, triste y muy abatido. También es cierto que hasta este momento no cuento con un diagnóstico elaborado por un médico donde se asegure que ya vencí el cáncer. Es mi mayor anhelo; te confieso que lo necesito, mi cabeza lo necesita.
Hace más de cinco años empezó todo. Fui diagnosticado con linfoma de Hodgkin. Es un tipo de cáncer que se desarrolla en el sistema linfático; no se puede radiar porque no está localizado en un lugar específico, sino que se mueve a través de la cadena ganglionar.
Nuestra cadena de ganglios es como el sistema de aduanas en nuestro organismo; si hay algún problema o enfermedad en tu cuerpo, se activa el sistema inmunológico, y tus ganglios reaccionan; si tienes un poquito de gripa y los ganglios se te inflaman, eso significa que estás produciendo anticuerpos para combatir esa enfermedad y que no pase a mayores. En mi caso particular había muchas cosas que yo estaba dejando pasar, que estaba permitiendo y que me estaban haciendo daño.
Mi sistema inmunológico estaba excedido y no se estaba dando abasto para contrarrestar la enfermedad.
Quizá todavía no podamos demostrarlo científicamente, pero estoy totalmente convencido de que una enfermedad es la manifestación de una emoción reprimida o mal manejada.
Para ser muy claro: confundí el ser buena persona con dejarme aplastar y eso es mi responsabilidad.
Dejaba pasar ciertas decisiones laborales con las que no estaba de acuerdo, pero por no ser conflictivo y por rehuir la charla incómoda las permitía. Aceptaba o guardaba silencio ante pleitos con mis padres o con mis hermanas que se generaban por terceras personas. Adoptaba acuerdos con quien entonces era mi esposa, en lugar de declinarlos, y los aceptaba para evitar conflictos.
En muchas ocasiones, en lugar de poner altos o límites —y no en mal plan—, sino en el sentido de decir “a ver, señores, esto a mí no me gusta, no lo quiero hacer y no lo haré porque va en contra mía”, yo respondía “bueno, hagámoslo”, muy a mi pesar.
¡Eran cosas que no quería ver!, en un intento por sostener lo que ya había conseguido: el que era muy querido, el que lograba empatía con la gente, el que no era conflictivo, el que era el tipo carismático de la tele, el buena onda, el buen esposo, papá, hijo, etcétera.
El no saber poner límites, el no saber decir no a tiempo y sentirme culpable conmigo mismo por haber permitido muchas cosas que no quería… esto fue lo que me vino a mostrar la enfermedad. Mi cuerpo me estaba diciendo: “O empezamos a poner límites o nos morimos”.
A más de cinco años de este proceso hoy puedo hablar de todo eso, me atrevo a decirlo. Porque es lo que he aprendido, bien o mal, con errores, con aciertos. Si me preguntaban esto hace dos o tres años ¡no tenía ni idea!
En mi caso —y no se lo deseo a nadie— fue necesario que tuviera una experiencia terminal y quedar literalmente muerto para poder entender muchas cosas. No sé qué haya pasado en el hospital cuando estuve en coma y tuve un encuentro frente a frente con El Jefe (así llamo a Dios), pero algo pasó, algo se movió, algo cambió y por algo regresé.
Tengo mucha más claridad con las cosas que quiero y con las cosas que no quiero. Aquí quiero decirte algo: con el cáncer como tal, lo que está pasando fisiológicamente es que tú te estás devorando a ti mismo. Tus mismas células, tu mismo organismo, te están matando, ¡tú te estás matando a ti mismo! Está muy cabrón darte cuenta y aceptar eso. Hacerte responsable de que eso que está pasando lo estás haciendo tú.
Ojo: no sucede de manera consciente, no es que yo haya decidido comerme, ¡¡no, no, no!! Inconscientemente hay algo que te estás comiendo, que te estás tragando, que estás grrrrrrrrr royendo como rata, que está dentro de ti, y eres tú, nadie más que tú, el responsable.
Todos tenemos nuestra caja negra y muchas cosas que no nos gustan las mandamos ahí, la tapamos, le ponemos diez candados, la guardamos y ahí queda. Pero lo que está en esa caja se está pudriendo, se empieza a descomponer, y de repente, si tú decides o te preguntas ¿qué más hay?, provocas que de esa caja empiece a salir toda la podredumbre, y cuando empieza a salir toda esta caca a flote no te queda de otra más que ponerte a chambear en ti, en tu persona.
Nunca había trabajado en mis debilidades, en mis límites, en mis miserias, en mis culpas, en perdonarme ni en apapacharme. Era más fácil hacerlo sólo hacia fuera. Hasta antes de la enfermedad me estaba transformando en una persona sólo hacia fuera. Era el tipo de la sonrisa permanente, pero por dentro me estaba cargando el payaso; no lo quería ver, me imponía más trabajo, más compromisos, más cosas, más, más, más, para no verme a mí… Para no aceptar, por primera vez, que yo necesitaba algo, un cambio, que pedía auxilio —¡rescátenme, porque yo no puedo con esto!— porque mi vida se me estaba yendo de las manos.
Para mí, esta bomba llamada cáncer fue como parar el balón y obligarme a mirar dentro de mí.
Poder compartirlo, contarlo, escribirlo, me ha servido como terapia, me ha ayudado a aterrizar muchas cosas que por ahí soslayé o dejé pasar por alto, que se me barrieron y ahora, al recordarlas, descubro que hay muchas coincidencias en varias situaciones de vida.
Lo que quiero decir es que la vida te enfrenta una y otra vez a tus demonios, hasta que te atreves a mirarlos a los ojos. El aprendizaje está en el camino, el final es incierto… ¡Pero eso es vivir!
(Primer capítulo del libro de Fernando del Solar, publicado con autorización de Grijalbo)