Hace poco más de un mes vino Pelé a México a presentar el nuevo reloj Hublot que lleva su nombre y a inaugurar la nueva boutique Berger en el Centro Comercial Santa Fe. Llegué un poco tarde, previendo los empujones que iba a causar O Rei en la reducida terraza del hotel Distrito Capital. Así fue. Mientras trataba de encontrar un espacio para respirar, escuchaba que alguien me gritaba con un nombre que ya no suelo escuchar: “¡Gaby Gol, Gaby Gol, Gaby Gol!”.
Era alguien que indudablemente me conocía de mucho tiempo. Era Miguel Herrera, el técnico de la Selección, a quien conozco, literalmente, desde hace 20 años.
Han de saber que comencé en este mundillo del periodismo con una columna muy parecida a esta en el lejano 1993 (no hagan cuentas, malhadados), solo que en vez de platicar la vida de Miguel Alemán, contaba la de los futbolistas de moda: Jorge Campos, Luis García, y claro, El Piojo Herrera…
Se llamaba “En Fuera de Juego” y lo firmaba como Gaby Gol, mi apodo escolar en el Green Hills. Se publicaba en una revista llamada Balón, que tenía 30 años en mercado.
Luego, con los años, fui a dar a La Afición, a El Universal y hasta a TV Azteca, donde tuve el privilegio de trabajar bajo las órdenes del gran José Ramón Fernández, el rey de la televisión deportiva en este país. Pero antes de llegar a las alturas de la comunicación (amo presumir mis tiempos con Joserra), me dedicaba a aprender el arte de la reporteada en los campos del Atlante, equipo al que me gustaba ir, porque salían del entrenamiento tipo 3 de la tarde y me daba tiempo de llegar de la escuela.
A la congeladora por hablador…
El Piojo Herrera era uno de los jugadores del Atlante del 93; así conocemos los futboleros a esa generación azulgrana, dirigida por Ricardo Lavolpe (sí, el acusado por la empresaria Angélica Fuentes en Chivas porque presuntamente acosó a su sobrina, la podóloga del equipo).
Atlante, un equipo histórico de México, había descendido a la segunda división, hasta que Greñolpe (así le decíamos las reporteras porque conservaba su corte setentero), los llevó de regreso a la primera con un equipo formado por jóvenes, en su mayoría, niños de la Ibero, del ITAM, que habían pasado por el Colegio México o por el Madrid.
Félix Fernández, el portero, por ejemplo, es hermano de las filósofas e historiadoras Paulina y Fátima Fernández Christlieb, a quienes cualquier politólogo del ITAM o la Ibero se les hinca. También jugaban Memo Cantú, Luis Miguel Salvador y Roberto Andrade, niños fresas.
Pero entre ellos, destacaban dos jugadores todo corazón: el goleador Daniel Guzmán (a quién vendieron al Santos Laguna ante el descontento de la afición) y Miguel, “El Piojo”, Herrera, llamado así por su peinado tipo mohawk con pelitos rubios y copetito parado, también porque era chaparrito y grueso de complexión.
El Piojo era central, o sea que le tocaban los trancazos bastante seguido; es una posición difícil porque tu labor es no dejar que pase el jugador o el balón. Le tocaba el marcaje por la izquierda, que suele ser el área de llegada de los goleadores, pues abundan los zurdos.
Miguel nunca fue un matón, no era leñero, aunque era duro; tenía un defecto peor: era ‘echador’, siempre se peleaba con los árbitros. Es famosa la anécdota de cómo lo mandaron ocho partidos a la congeladora en 1994 porque no le pareció el arbitraje y se soltó ante las cámaras de TV Azteca, en plena cancha a decirle de todo. La Federación lo castigó duro.
Ya había un punto en que lo traían de encargo, no importaba si solo decía, “nos perjudicó el arbitraje” porque le caían otros tres partidos por nada. El punto máximo de sus problemas sucedió previo al Mundial de EUA 94, cuando el DT Miguel Mejía Barón estaba por decidir la lista definitiva (como siempre, la hacen de emoción).
Fuera de la Selección
Miguel había sido un jugador constante en el once de MMB (¡¡me encanta escribir esas iniciales 20 años después!!), hasta que llegó el fatídico día para el Piojo durante la eliminatoria mundialista, en un partido contra Honduras. Tras una jugada ríspida con el delantero Dolmo Flores, Miguel se puso rudo con el susodicho y el pleito dio como resultado que lo expulsaran.
Para acabarla, ya de regreso en la liga, Miguel tuvo un incidente con un aficionado del León que se coló a la cancha (típico del futbol mexicano, nunca protegen a los jugadores, cualquiera se mete en el campo de juego) y le dio un zape en la cabeza al jugador mientras daba una entrevista. Miguel se volteó, y con el mal humor que le dejó el partido, lo retó a los golpes…al aire.
Cavó su tumba
A los pocos días de eso llegué a un entrenamiento al estadio Azulgrana y me senté a su lado en la banca; con la inocencia de mis 15 años (ahí nomás fui la periodista más joven del Mundial USA ’94, la FIFA me envió una carta haciéndomelo saber, acompañada de un “sus padres o tutores tendrán que firmar una carta responsiva apostillada ante la Embajada”), le pregunté: “¿tú crees que de veras te lleven al Mundial?”
“Sí. Sí voy a ir al Mundial. No me van a sacar por eso”, me dijo, con la misma ilusión que convicción, porque sabía que era un jugador importante, porque era peleón en el área contraria, porque dejaba la piel en la cancha, porque se entregaba en cada partido.
Pero no… MMB lo sacó. Trascendió por radio pasillo futbolero que fue por el lío, cómo se iba a llevar a un jugador “que se hacía expulsar tan fácilmente” y que “es un riesgo para la Selección”. Pero esa asignatura pendiente la firmó 20 años después como entrenador; tal vez eso es mejor que ir de jugador, porque si MMB dejo a Hugo Sánchez en la banca cuando iba perdiendo, qué les podía esperar a los demás.
“Tengo sangre caliente en las venas”, me dijo después de aquello, “¿qué hago? No soy un monigote”. Es verdad. El carácter apasionado de Miguel lo es en todos aspectos, es un hombre leal, amistoso, cariñoso, emotivo. Miguel Herrera te quiere y te quiere toda tu vida y no le importa quién seas, qué puesto tengas o a si pides limosna en las calles. A cambio de su carácter impulsivo y explosivo, tiene una humildad genuina, una sonrisa verdadera, un grandioso sentido del humor y una mirada pizpireta. ¡Es divertidísimo!
Pura pasión
Durante los tres años que cubrí al Atlante, equipo en el que se retiró, siempre lo vi reírse en los entrenamientos, en los vestidores, en la calle, con la gente. Cuando las esposas de los jugadores los esperaban a la salida del estadio Azulgrana, mi mamá me esperaba también con ellas. La conocían. Me conocían bien, era la niña reportera.
“Señora, no deje manejar a Gaby, siempre le pega al carro y luego se hace”, le dijo un día a mi mamá porque no me podía ni estacionar con el viejo Tsuru que me dejaban para aprender. La esposa del Piojo, Claudia, lo iba a buscar con sus pequeñas hijas, Mishelle y Tamara, casi unas bebitas. Desde entonces lo conozco y siempre seguí en contacto con él. Me los encontraba mucho en los toros, a veces en los centros comerciales o en el cine.
Cuando llegó a ser DT del Monterrey le perdí la pista, pero nos volvimos a ver a su llegada al América. El América… el equipo más mamila de la Liga Mexicana. Desde la era Leo Beenhakker (otra vez, en mis maravillosos tiempos noventeros), ese equipo no hacía nada realmente grande.
Manuel Lapuente los sacó campeones en el 2002, recuperando la dignidad de su categoría, y nuevamente en 2005 lo hizo Mario Carrillo, pero ciertamente, nunca nadie en la vida había logrado lo que el Piojo: que todos le fuéramos al América por un momento.
En ese partido de vuelta en la final del Clausura 2013 ante el Cruz Azul en el estadio Azteca, los anti americanistas lo seguíamos siendo (excepto los que éramos cuates del Piojo, claro); pero las tablas se tornaron cuando expulsaron a Jesús Molina y las Águilas quedaron en desventaja. Eran una presa fácil, pero Cruz Azul no solo no aprovechó eso, sino que dejaron crecer al América; fu ahí cuando vimos a ese equipo entregado, leal, genuino, impulsivo, arriesgado… Como el Piojo.
Faltando dos minutos para el final, los americanistas empataron el marcador, y en minutos de compensación, anotaron el gol del triunfo. Para esas alturas, el rating se había desbordado, no solo estábamos viendo el partido, sino que queríamos ver al América ganar. Se lo merecían. Ese fue el efecto Piojo Herrera.
El Miguel que se encendió en llamas en los memes de internet, había logrado lo que nadie; si acaso, Hugo Sánchez lo hizo con el bicampeonato de los Pumas años atrás, y eso fue la simpatía generalizada, el gusto por ver el futbol. Simplemente por disfrutar de un partido como los de antes, por simple pasión.
Miguel Herrera es pura pasión. Todo él. Es un motivador, un hombre de garra, un tipo que contagia en el vestidor. Al llegar a la Selección, lo hizo precedido de la petición de la afición por las redes sociales. En el equipo que ahora dirige no está tan solo como dicen los analistas, tiene el liderazgo y la experiencia de Rafa Márquez, un viejo lobo de mar europeo que le apoya al cien, y un cuerpo técnico que componen sus hombres de confianza.
Criado en Tepito, con todas las consecuencias que eso conlleva en el ADN de sus lugareños, por supuesto que a veces no se mide en lo que dice, pero al mismo tiempo disfruta la oportunidad de poder acceder a muchas otras cosas que la vida le ha dado, como la fama, la comodidad, e inclusive su adicción por la moda y los trajes Zegna, pero nunca deja de ser él mismo. El Piojo es honesto de a montón. Discutido, claro, como lo son todos los técnicos en el ojo del huracán, pero, ¿qué importa si tiene mal genio? ¿Qué importa si no es guapo y refinado como Guardiola? ¿Qué importa si abre la boca de más? Los partidos se ganan en la cancha, no en la sala de prensa o en los reality shows de Televisa.
Sin importar lo que haya pasado en el primer partido de hoy y en todos los partidos subecuentes del Mundial, llegue hasta donde llegue, no perdamos de vista que es un personaje de la cultura popular del futbol, el técnico luchón para un equipo luchón, como describe siempre el escritor Juan Villoro a la Selección Mexicana, “hacemos todo al valor mexicano”, porque sinceramente, esa es una forma de ser mexicanos (el que lo niegue miente).
El Piojo Herrera es todo él, completito, un ejemplo de ese valor mexicano en el mundo del futbol. Un tipo genuino, para bien o para mal. Por eso lo respeto, y además lo estimo, porque es el mismo Piojo de siempre, el chamaco humilde y peleón que siente pura pasión por el futbol.
Hoy firma Gaby Gol.
¡Nos leemos la próxima semana!