La cocina mexicana y las artes e industrias populares son, quizá, la expresión más visible del sincretismo cultural de México. Ambas se originan en el caldo primigenio de la mezcla de culturas del siglo XVI y su viaje a lo largo del tiempo las ha unido, nutriéndose mutuamente. No solamente son un binomio sobresaliente que ha satisfecho las necesidades de consumo de los mexicanos sino que han sabido crear un estilo y una estética propia, inconfundible.
La forma de alimentarse de los mexicanos y de quienes habitan el resto del mundo experimentó un gran enriquecimiento que provino de las aportaciones mutuas de productos, sabores y procedimientos culinarios. Los novohispanos -y luego los mexicanos- tuvieron la riqueza, el tiempo y el interés de realizar una experimentación desbordada que fructificó en una de las gastronomías más interesantes del mundo.
Picar, cocer y moler en metate.
En 1954, Judith Martínez Ortega de van Beuren funda la Fonda El Refugio con el interés de crear un restaurante que ofreciera la variedad y riqueza de la comida mexicana, de esa comida que se fue sazonando y coloreando en su recorrido por la exuberante geografía de las regiones que van de la costa al altiplano y en su tránsito por las clases sociales, de los indios a los criollos. Judith van Beuren provenía de una familia acomodada de la época porfiriana. Amiga de juventud de Antonieta Rivas Mercado, se interesó por los movimientos artísticos e intelectuales de su tiempo, ese luminoso renacimiento mexicano de la etapa post-revolucionaria. Cultivó amistad con Diego Rivera, Moisés Sáenz, Lola y Manuel Álvarez Bravo, Octavio Paz, Julio Castellanos, Chucho Reyes, Henri Cartier Bresson, Juan Soriano, Daniel Rubín de la Borbolla, Roberto Montenegro, Andrés Henestrosa e Inés Amor. Inquieta mujer de vivaz inteligencia y refinada cultura, escribió varios libros, fue diplomática y reunió una importante colección de arte popular antiguo.
A los 45 años y unida en distinguido matrimonio con el norteamericano Frederick van Beuren, recurrió a las cocineras de su propia casa para buscar las recetas de la comida tradicional y regional, con el objeto de abrir un restaurante a cuya mesa se pudieran disfrutar los más sencillos e intensos, los más vistosos y sofisticados, los mejores y mejor preparados platillos del país que en ese momento se desvelaba como orgulloso heredero de una tradición indígena milenaria. Mostró e hizo extensivo a sus comensales su aprecio por los tamales, los chiles rellenos, los moles, el guacamole y hasta las simples tostadas y el café de olla. Muchos de ellos eran, y son, platillos populares hechos por y para la misma gente que, con sus trabajos artesanales, hacía mentir al barro y cantar al papel de china. Eran un gusto, una estima y un sentido estético que no podían estar equivocados porque eran el equivalente gastronómico de todo aquello que exaltaban los grandes creadores de su tiempo con quienes mantenía y cultivaba una amistad estrecha. Se dio cuenta de que la aparente simplicidad de algunos platos o sencillos bocados requería el control total de la elaboración.
Así decidió, por ejemplo, que las tortillas que salieran de su cocina tendrían que ser hechas de un maíz muy bueno que se nixtamalizara bajo su personal supervisión para que la masa, ‘torteada’ después a mano se convirtiera en esas tortillas óptimas. Los mismos cuidados puso en la elaboración de otros productos como la longaniza cuya calidad no podía arriesgarse a los vaivenes de los obradores de carne. De los moles pensaba que se deberían moler en metate como “Dios manda”. Fue estricta, en El Refugio sólo se servirían aguas frescas de frutas y, de postres, dulces hechos siempre en casa: capirotada, natillas y otras delicadezas. La extraordinaria calidad de los platillos que podían disfrutarse en su mesa y el servicio refinado dieron muy pronto una muy alta distinción a su lugar.
Judith van Beuren comprendió claramente, en aquel entonces, que el enorme valor de la cocina tradicional mexicana, hoy patrimonio intangible de la humanidad, luce su mejor cara cuando está servida en aquellos objetos que las artes e industrias populares fueron creando para ella a lo largo del tiempo y que, además, con ellos se puede alcanzar un alto nivel de sofisticación y elegancia. Este conocimiento lo aplicó también en su propia casa, donde recibía, festejaba y halagaba a sus invitados con manjares servidos en maravillosas vajillas, ya fueran de Talavera de Puebla o de Petatillo de Tonalá, y lo extendió a la Fonda como parte imprescindible del refinamiento culinario mexicano. Propuso platos y servicio de cobre martillado de Michoacán, vasos de vidrio soplado de la calle de Carretones de la Merced, gallinitas de vidrio prensado de Puebla, molcajetes, tazones de barro, jarritos para el café de olla. Originalmente la vajilla de la fonda fue de la impresionante cerámica de Tonalá, pero desafortunadamente no resistió el uso rudo de un restaurante y fue cambiada por una vajilla de la vieja fábrica de El Ánfora con detalles de la Fonda en grabados negros. Para acentuar y propagar esta idea, en un principio, se empeñó en acompañar a la Fonda con una tienda contigua de objetos de arte indígena que llamó El Volador, en donde seleccionaba personalmente los objetos que quería destacar como notables expresiones de ese mundo.
Quiso crear un ambiente mexicano total. Lo llamó Fonda en alusión a los sencillos y modestos restaurantes que hasta esa época eran casi los únicos que vendían comida mexicana, pero con el interés de hacer de su fonda un restaurante de tres estrellas. Encomendó el diseño de interiores a Arturo Pani, un prominente decorador de aquel momento, que supo entender el concepto de austeridad que envuelve a la sencillez del entorno popular con sus colores azul añil, verde vítreo y rosa mexicano. En el comedor de la planta baja, destacaban en una pared implementos de cobre de cocina, inmaculadamente pulidos y brillantes y en el cielo raso aportaban su toque de color las esferas francesas de vidrio azogadas que distinguían entonces a las pulquerías y que habían sido rescatadas, para los ambientes mexicanos, por Chucho Reyes. Cosa muy notable es también el uso del papel de china de colores en la vida cotidiana de La Fonda, con lo que el sentido de fiesta está sugerido constantemente a los comensales. Se le usa en decoración, como abundantes gritos de color que ponen vaporosidades hechas por cuadros retorcidos al centro, orlando la mesa de los postres o en un esquinero exhibidor de vinos. Y, también, para servir varios tiempos de la mesa: canastitas de tostadas, quesadillas o dulces y pirulíes al final de la comida.
La Fonda el Refugio fue el primer restaurante elegante que distinguió la comida mexicana y sus artes populares en la ciudad de México.
Asar, cortar y moler en molcajete.
La vida de la Fonda ha superado los 57 años de existencia manteniendo casi todos los principio de su fundadora y se ha hecho de un prestigio nacional e internacional impecable que cuidan y cultivan todos los días Bunny van Beuren y Claudio Hall van Beuren, hija y nieto de Judith. Con su persistencia, la fonda se ha convertido en referente gastronómico y conservatorio de la tradición culinaria mexicana en las mismas instalaciones de la calle de Liverpool de la porfiriana Colonia Juárez, rebautizada como Zona Rosa, donde fue fundada. Ha seguido siendo un paradigma para el mundo artístico e intelectual de México. Fue decisión de Octavio Paz que la Fonda el Refugio sirviera el banquete oficial que le brindara el presidente de México en la residencia de Los Pinos para celebrar el Premio Nobel de Literatura que le fue concedido en 1990.
No obstante, saludables vientos de renovación refrescan y dan nuevo aliento a la Fonda en estos días. En la consciencia de que los tiempos cambian inexorablemente y con la sólida convicción de la validez de sus principios gastronómicos y de estética de ambientes y servicio de mesa, El Refugio se dispone a enfrentar y resolver la disyuntiva estilística mexicanidad-modernidad del siglo XXI con la misma sencillez y elegancia que ha mantenido por casi seis décadas. La Fonda ha emprendido reformas. Por ejemplo a su interior ha cambiado sus preciosistas cocinas hechas en azulejos de talavera poblana, aún existentes y destinadas a próximos servicios al público, por unas instalaciones modernas que le permiten atender la demanda con un servicio ágil y dinámico, con estricto respeto a que muchos puntos de creación culinaria se sigan haciendo a la antigua: en cazuelas y ollas de barro.
Se ha iniciado la degustación de mezcales de alta calidad y cervezas artesanales de nueva creación y son un reconocimiento a productos mexicanos que se combinan felicísimamente en su menú, con referencias literarias del siglo XIX como es el queso frito Rubén Romero o con los populares tacos sudados. Con la invitación creciente de chefs jóvenes para participar en las cocinas de la Fonda seguramente se verán aportaciones y nuevas propuestas de restauración que confluyan con la tradicional para beneficio de los comensales.
La hermosa simplicidad de los ambientes populares mexicanos que caracteriza a sus comedores ha sido intervenida por el artista Humberto Spíndola, reconocido internacionalmente por sus planteamientos contemporáneos que involucran y reivindican a las artes mexicanas tradicionales del papel para el mundo del arte. Para la Fonda, Spíndola ha definido tres ambientes en los que, por una parte, recrea la estética de las antiguas pulquerías, hoy olvidadas; en otro nos remonta a lo mejor de la pintura mural del barroco popular oaxaqueño del siglo XVII, y nos plantea un salón contemporáneo de nubes amarillas donde se exhibe la vajilla del homenaje a Octavio Paz.