No tengo una anécdota personal con él, ni siquiera casual. Tal vez sea la única periodista de este país que no tenga una foto, un recuerdo, un momento con el más grande representante del boom latinoamericano.
Por eso, tal vez, me he emocionado con todos los momentos ajenos que he escuchado y leído esta semana, empezando por las crónicas tan sentidas que mis colegas de cultura escribieron sobre la despedida en Bellas Artes… (Ver Mónica Maristáin)
El anecdotario de los privilegiados
Lo más bonito es saber lo que no se ve, lo que no se lee. Adoré las narraciones de las mariposas amarillas de papel, o de las rosas del mismo color, pero lo que más me ha gustado son los anecdotarios.
Como esta narración de mi amigo Hernán Bravo Varela, joven poeta con el que fui a la preparatoria y que no era así de festivo, pero sí de culto y letrado…
“La última vez que vi a García Márquez fue en su cumpleaños, hace año y medio. Le llevamos serenata Jorge F. Hernández, Gullermo Zapata y yo, que el colombiano coreó en medio de una alegría melancólica de tan exhaustiva. Entre muchas otras canciones, le gustaba el tango «Los mareados», que esa vez desgañité en su oído. Y sí: «Esta noche beberemos / porque ya no volveremos / a vernos más». Tu recuerdo, Gabo, será uno de los ahogados más hermosos de este mundo”.
Me gustó el de Martha Anaya, columnista del diario 24 Horas, donde contaba que de muy jovencita trabajaba de dependienta en la famosa y ya desaparecida Librería Francesa de San Ángel cuando el también joven cuarentón García Márquez entró a preguntar si tenían Cien años de soledad y qué tal se vendía. “No tardé mucho en enterarme por mis compañeras de trabajo -y sus risas-, de quién se trataba el presunto cliente y la broma que me había gastado».
«Así lo conocí. Después se convirtió en mi cliente y terminamos echándonos algunas partidas de ajedrez en la librería francesa en San Ángel”.
Luego leí la recopilación de Salvador Frausto en su blog Cuadernos de doble raya, donde hizo una sencilla antología de testimonios de todos los colaboradores originales de la revista Cambio, de Televisa, que Gabo, como le dice todo el mundo, dirigió en su lanzamiento.
Algunos son más dulces que otros, y no falta la fanfarronería en alguno más, pero todos son valiosos recuerdos de periodistas que trabajaron hombro a hombro con él. Échenle un vistazo.
Y claro, Jacobo Zabludovsky tuvo, como siempre, la mejor anécdota de entre todos los periodistas en su columna Bucareli 1, donde relata cómo logró hacerle una entrevista fantasma a García Márquez sin que se diera cuenta que había cámaras y micrófonos.
¿Y por qué no? Porque le daban pánico escénico. «No le gustaban los micrófonos», dice Zabludovsky, y según cita la columnista Katia D’Artigues, el Nobel literario del 82 pensaba que una grabadora siempre ponía una barrera entre el periodista y el entrevistado.
El anecdotario crece, pero he encontrado en los blogs y en las redes sociales experiencias anónimas que encuentro todavía más placenteras porque son, cabalmente, anónimas, porque son inéditas.
Aunque no los hay en ninguna antología, quienes no convivieron nunca con él también tuvieron alguna anécdota aislada, como la tienen tantos y tantos lectores desconocidos que han abarrotado sus redes sociales con fotos, libros firmados e instantáneas de esas casualidades que no pertenecen a los privilegiados.
Cuando Gabo jugó Hot Wheels
Una de ellas es de mi colega y amigo Carlos Matamoros, editor de automovilismo y relojes en Expansión. Por aquellos tiempos de Cambio, Matamoros trabajaba en la revista Automóvil Panamericano, cuyas oficinas (o gallineros, así son las redacciones), estaban justo a un lado de las de Gabo y su equipo.
Como García Márquez nunca avisaba a qué hora iba a llegar, le cayó de sorpresa un día a su equipo a eso de las 10 u 11 de la noche. Coincidió que Automóvil estaba en “cierre”, o lo que es igual: ese momento en que hay que terminar, revisar y entregar la revista al dos para la hora porque comercial no vendió nada –o vendió el doble, que no es muy común– y hay que ajustarlo todo.
En pleno coma editorial, los periodistas de esta revista especializada en motores y testosterona jugaban en su mesa de pista, armada por Matamoros, para distraerse un poco de la tensión en las tardes de coma editorial. Mientras jugaban con sus Hot Wheels, Gabo se personó en el pasillo de Televisa Santa Fe y se les acercó:
– “¿Qué haciendo, jóvenes?”.
Emocionados porque la gran figura de la novela latinoamericana no solo los miró, sino que les dirigió la palabra, ¡y además, sonriente!, los anonadados editores respondieron: “Nada maestro, aquí nomás matando el tiempo”.
Y García Márquez se arremangó la chamarra color crema que solía llevar por las noches dosmileras y se prestó a pedirles que si lo dejaban jugar. Por supuesto, le cedieron al mejor cochecito de la mesa.
Al final, solo eran hombres que llevaban niños dentro y lo expresaban con juguetes. Y el Nobel, el padre del boom y el erudito del periodismo narrativo, era un niño más que simplemente jugaba a los cochecitos con otros periodistas.
Claro que cuando se retiró a su oficina aledaña y tuvo que ponerse el traje de autoridad otra vez, los incautos editores de Automóvil no acabaron de digerirlo cuando se preguntaron porqué no le pidieron que firmara aunque fuera una hoja de papel, un plotter, ¡un Hot Wheel!
“A los escritores no se les debe conocer”
Pues no, no se les ocurrió porque sus mentes sabían en el subconsciente que ese instante casual, tan humano como la felicidad que los cochecitos les causaron, valía más que cualquier otra firma, foto o acto de solemne admiración literaria.
Por eso me gustó el maravilloso y contundente texto de la querida y talentosa Ana Clavel en Confabulario, que ella, como yo, tampoco lo conoció en persona, “y la verdad es que no pienso que fue necesario. A un escritor se le conoce en libros”.
Así es como los debemos conocer. Así conocí a Fuentes antes de conocerlo en vivo y hablar con él (y moría de temor, porque como el mismo Fuentes dijo cuando le querían presentar a Cortázar, “a los escritores no se les conoce, se les lee), y así fue como yo me relacioné con García Márquez. Como nos relacionamos todos los lectores que hemos lamentado su muerte.
Yo lo descubrí en mi casa, en un libro viejo de mi estudio. Luego en la escuela, luego en mi carrera académica, luego en la de la vida periodística. Era una referencia constante. Recuerdo haber hecho un trabajo en equipo sobre su obra en cuarto de preparatoria, y aunque nos lo dividimos entre tres, yo acabé involucrándome tanto en García Márquez, el periodista, que me atiborré de novelas que no me correspondían. Pero simplemente no pude parar.
Tenía 16 años y entendí la mitad. Para cuando leí Cien años de soledad por segunda ocasión me di cuenta de que no había comprendido de todo a la familia Buendía. Entonces tenía 24 años y no fue igual que leerlo a los 32, con aquella nueva edición especial de Santillana, que no me había animado a leer por alguna razón.
La edad me dejó ver que una va creciendo con las obras, ni siquiera con sus autores; por eso los va sintiendo de la familia, de la casa, de la vida diaria. Sus personajes son los que nos pertenecen, a ellos les tenemos simpatía porque nos los regalaron generosamente. Por eso y solo por eso, el agradecimiento a la obra no está en conocerlos.
…Ya si nos firman el libro, nos dan una foto o nos tratan muy bien, es un plus, es una vanidad, un bonito recuerdo.
Mi primer García Márquez
A García Márquez lo vi en persona muchas veces. Muchas. En mi etapa de reportera cultural (jejejeje, aunque no lo crean) en la radio; entonces me hice una foto con él al lado de mis compañeras reporteras de la fuente; luego me lo topé en los eventos de la socialité: en el Museo Tamayo, en el Soumaya, en el boliche…a todo iba.
Con los fotógrafos tenía un juego especial. Le gustaba darles dedo antes de tomar la foto, o cuando se la pedían; pocos afortunados la consiguieron en el momento preciso. El Gabo era jocoso. Chistoso. Siempre empático con los reporteros. “No doy entrevistas, pero te entiendo como reportero, lo tienes que intentar y te felicito por eso”, era su respuesta habitual.
Es el santo de los reporteros latinos. La verdad.
De todas esas ocasiones no guardo más recuerdo que haberlo visto: “Ahí va García Márquez”, como decía mi papá cuando se lo encontraba conmigo en el Superama del Pedregal, hace 25 o 30 años. Escogía él mismo su carne y mi papá a veces lo veía, a veces se le acercaba, y Gabo siempre sonreía y saludaba.
No recuerdo más. No tengo nada qué contar. No, ni un solo libro suyo firmado. No lo lloré como lloré a Fuentes (literalmente le lloré), a quien me unían recuerdos y cariños. A García Márquez simplemente lo leí. Y lo lloré como lectora y lo admiré como reportera (y le robé muchas de sus frases para ir a pelearles a los jefes) y lo extrañaré como ciudadana, como americana, como alma literaria.
¿Cuál es su anécdota con García Márquez? Me encantaría leerla también.